LA PROEZA DE LLEGAR

LA PROEZA DE LLEGAR
No es la última mirada la que marca nuestro destino

viernes, 18 de junio de 2010

Escribir escribiendo

Escribir es casi siempre una paradoja. A veces, consuelo; a veces condena; incluso las más de las veces, y en algunos de los casos, pura obligación. A pesar, y bastante en contra de los que creen, opinan y gastan, que en estos tiempos deben ser muchos y en constante reproducción, acerca, y a favor, de que todo vale, quizá sea más cierto, y más honesto, optar por, si lo que uno tiene que decir, versus escribir, es de escasa importancia, carece de una mínima calidad y/o calidez, y no es imprescindible para algo o para alguien, “callarlo”. Decía el gran maestro Saramago “Yo no puedo escribir por el mero hecho de ser escritor, tengo que tener un motivo. El día que se me acaben las ideas, se acabaron los libros”. Y en realidad, y para cada uno de nosotros desde nuestra pequeña atalaya, debería ser así. La vida está llena de cosas, y también de palabras, escritas o habladas, que no hacen falta. Que quizá habrían hecho falta en ciertos momentos, pero pierden su tren en nuestra ceguera y ya no son ni útiles ni necesarias, y que sólo dan lugar a situaciones tensas, equivocas e inapropiadas. Cuántas veces no nos habremos arrepentido de haberlas dicho –o escrito-, y no ya por sí mismas, sino por las consecuencias que pudieron derivarse de hacerlo. Y de eso no hay a quien culpar. Yo no creo exactamente en el destino, pero acepto que en nuestras vidas hay una parte que depende de nosotros mismos, y otra que depende de los demás. Y así, también, en el mundo de las palabras.

Estoy en camino de aprender a no intentar convencer a nadie, pero aún me queda senda. Me ayuda no estar segura de casi nada, pues me apropio con tanta facilidad de las dudas del otro, que a veces no sé ni cuál es el color del mundo que deseo. Intuyo que lo mejor es no forzar aquello que llamamos la naturaleza de las cosas, dejar que sigan su curso, sobre todo cuando siento que no están en mi mano. Uno con los años se vuelve más comprensivo para unas cosas, pero más radical en otras, porque uno sencillamente ha perdido la paciencia y no está dispuesto a aguantar. Dicen que es la postura de un espíritu envejeciente. No sé. Quizá sólo sea fruto del cansancio vital que nos acompaña en determinadas épocas de nuestras vidas. Y quizá sea cierto.

Hoy me hubiese gustado escribir algo feliz. He estado esperando todos estos días para ver si alguna cosa de las que sí me hacen feliz me inspiraba palabras hermosas donde crecerme, pero he de conformarme con llegarme hasta aquí para poner un poco de orden en el mundo que me ha sido dado y recomponerme el espíritu antes que esta angustia metafísica, que conlleva todo termino y principio de algo, se haga dueña de mi presente. No puedo aceptar que no esté cumpliendo con mi deber. No importa que sea porque no sé, porque no puedo, o porque no quiero. O porque no me lo permito, ni me lo permiten. No importa. Por eso he tomado la palabra. Mi palabra, o la de otro. No se trata de una retórica un poco cansina, ni de una abstracción. Estoy aquí, escribiendo porque me sirve para pensar, porque lo necesito, y cuando es necesario no hay nada mejor que escribir escribiendo…