Estoy en camino de aprender a no intentar convencer a nadie, pero aún me queda senda. Me ayuda no estar segura de casi nada, pues me apropio con tanta facilidad de las dudas del otro, que a veces no sé ni cuál es el color del mundo que deseo. Intuyo que lo mejor es no forzar aquello que llamamos la naturaleza de las cosas, dejar que sigan su curso, sobre todo cuando siento que no están en mi mano. Uno con los años se vuelve más comprensivo para unas cosas, pero más radical en otras, porque uno sencillamente ha perdido la paciencia y no está dispuesto a aguantar. Dicen que es la postura de un espíritu envejeciente. No sé. Quizá sólo sea fruto del cansancio vital que nos acompaña en determinadas épocas de nuestras vidas. Y quizá sea cierto.
Hoy me hubiese gustado escribir algo feliz. He estado esperando todos estos días para ver si alguna cosa de las que sí me hacen feliz me inspiraba palabras hermosas donde crecerme, pero he de conformarme con llegarme hasta aquí para poner un poco de orden en el mundo que me ha sido dado y recomponerme el espíritu antes que esta angustia metafísica, que conlleva todo termino y principio de algo, se haga dueña de mi presente. No puedo aceptar que no esté cumpliendo con mi deber. No importa que sea porque no sé, porque no puedo, o porque no quiero. O porque no me lo permito, ni me lo permiten. No importa. Por eso he tomado la palabra. Mi palabra, o la de otro. No se trata de una retórica un poco cansina, ni de una abstracción. Estoy aquí, escribiendo porque me sirve para pensar, porque lo necesito, y cuando es necesario no hay nada mejor que escribir escribiendo…